Raúl Bocanegra
Cuando los arqueólogos exhumaron la fosa 4 del cementerio malagueño de San Rafael en la que fueron enterrados en 1937 los restos de Vicente Córdoba, ayudante de zapatero, su hija Francisca, estaba allí, a pie de zanja. "Estaba puesto de laíto. Me cogí un huesecito y casi me caigo", recuerda con emoción, sentada a resguardo de mareos en el sillón de su casa, en la que desde hace poco vive de alquiler, porque la que tiene en propiedad, en un cuarto piso, no tiene ascensor y Paca, como la conoce todo el mundo, ya necesita usar bastón. Tiene ahora 77 años y una memoria de elefante, según Miguel, su marido.
Hasta ahora, el cuerpo de su padre, Vicente, es el único identificado de los 2.700 que han exhumado, según el equipo de arqueólogos, dirigido por Sebastián Fernández, decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Málaga. La fosa malagueña es la mayor en la que se trabaja desde la II Guerra Mundial. Ahora tratarán de ponerle nombres y apellidos con pruebas de ADN a los cuerpos encontrados tras tres años de excavación.
El cuerpo hallado en la fosa 4 medía 1,57 metros, y Paca es bajita; llevaba zapatos de calidad, y él trabajaba para un zapatero, y se encontró donde Paca decía que iba a estar, en el lugar que le había dicho el sepulturero conocido de Vicente a su tía, la misma tarde de julio del 37 que lo enterró. José Alberto Fernández, uno de los miembros del equipo que trabaja en la fosa afirma con prudencia que los indicios indican que el cuerpo es el de Vicente Córdoba, pero advierte que no hay certeza absoluta.
Contra el problema de las identificaciones, la asociación Contra el Silencio y el Olvido y por la Recuperación de la Memoria Histórica, encargada de la exhumación, prepara a partir de septiembre, para rematar un trabajo ejemplar, pruebas de ADN a todos los familiares de represaliados que quedan vivos, que son centenares. En enero, prevén también comenzar a hacérselas a todos los cadáveres.
El 21 de julio de 1937 Málaga ya estaba dominada por las tropas franquistas. Paca era una niña de 5 años y había ido con su madre a llevar comida en una lata a un hombre "muy bajito, muy rubio, muy enamoradizo", su padre, Vicentea la sazón de 37 años, que estaba preso "por haber piropeado a una mujer". Iban un día sí y otro no. La madre tenía que atender a cuatro hijos. En la puerta de la cárcel de Málaga dejaron, como era costumbre desde hacía tres meses, la lata, a la que habían amarrado, como hacían siempre, un cartel con el nombre: Vicente Córdoba. Y, como habitualmente, esperaron a que alguien saliera para hacer el intercambio de latas. Pero el 21 de julio de 1937 nadie fue.
"Y ya dieron las tres. Y mi madre, nerviosa, preguntó. A ese de madrugá se lo llevaron a la tapia, le dijeron. Mi madre cayó al suelo, junto a mí y la lata. Nos sacaron, mi madre llorando conmigo. Estuvimos un rato en un descampado, yo lloraba de ver llorar a mi madre. Cuando se repuso fuimos a casa", rememora Paca. En el sillón deja salir un hondo suspiro, la mirada lejana, con la lata grabada en los ojos marrones.
Pruebas a cientos de familias
Las pruebas de ADN las hacen porque las tienen que hacer. Dentro de unos años no quedará nadie vivo y será imposible ni siquiera tratar de poner nombres y apellidos a los cuerpos. Sin embargo, no confían en el éxito. No quieren dar falsas esperanzas a nadie. Antonio Somoza, pieza clave en la exhumación, recuerda el caso de los conocidos como los 13 de Priaranza exhumados el 28 de octubre de 2000, en Priaranza del Bierzo (León) cuando se logró la primera identificación por ADN (la del abuelo de Emilio Silva, presidente de la ARMH), pero donde no se pudo identificar a todos. Y eran sólo 13.
Las técnicas han mejorado, pero la cal viva que arrojaron los franquistas sobre la fosa y los 70 años de enterramiento han deteriorado los restos. Por ello, el ADN se extraerá preferentemente de la dentadura, donde ha quedado más protegido, aseguran los arqueólogos. Los expertos recuerdan, como un mensaje a las familias, que no deben hacerse ilusiones, que serán difíciles las identificaciones.
Un cráneo semienterrado con un tajo limpio en la frente preside la entrada al llamado Patio Civil del camposanto. Está protegido por una carpa, debajo de la que se afanan los arqueólogos. Al fondo, hay esqueletos amontonados, tirados de cualquier manera, los brazos sujetos con alambre, hay que detenerse para saber a quién pertenece ese fémur o aquel cráneo. Un botón, un anillo, suelas de zapato emergen de la tierra removida como testimonio mudo de la barbarie. "Es duro porque esto está vivo aún. Los familiares están aquí. Todos los días viene alguien y te emocionan", afirma José Alberto Fernández.
La mujer de un rojo
El patio civil es el noveno lugar en el que excavan y el único que lleva un nombre. Al resto, los arqueólogos los han calificado con números. De la fosa 1 han exhumado 251 cuerpos; de la fosa 2, fueron 225; de la fosa 3, extrajeron 177 cadáveres; en la 4, donde estaba Vicente Córdoba, pudieron encontrar 278 restos; de la 5, sacaron 206; de la 6, la cifra llegó a los 210; en la 7 hallaron 150 cuerpos y en el sector 8, se toparon con 21 fosas, zanjas de 2,5 por 2,5 metros en los que había unos 50 hombres en cada una de ellas. Más de mil en total. "En vez de una fosa grande, hicieron zanjas y apilaron los cuerpos", dice José Alberto Fernández.
De los 2.700 cuerpos sólo el 4% pertenece a mujeres. "La represión franquista para ellas fue distinta. Quedaban marcadas. Era la mujer de un rojo", afirma Raquel Zugasti, historiadora que ha participado en la elaboración del mapa de fosas en la provincia de Málaga. También se han encontrado restos de niños, pero los investigadores no creen que fueran fusilados no han encontrado señales de violencia, sino que eran de barrios pobres y cuando se morían desnutridos, enfermos, sin cuidados las familias no tenían recursos para un entierro. Entonces, las autoridades se deshacían de ellos.
El trabajo de los arqueólogos es exhaustivo. Conservan datos detallados de cada uno de los cadáveres, cuidadosamente catalogan en fichas la posición del cuerpo, los objetos encontrados, toda la información útil. En unos barracones, utilizados al mismo tiempo como despacho y almacén, descansa la memoria del desastre: en cajas de madera amontonadas y clasificadas están los esqueletos rotos por 14 años de matanza. Hasta el año 1951, se fusiló en la tapia del camposanto de San Rafael. Se encontraron no sólo balas de máuser, sino también de Parravicino-Carcano, el rifle del ejército italiano, y casquillos de ametralladora. Cuando había que matar a muchos: tac, tac, tac, al bulto, tac, tac, tac. A la zanja.
Después de 72 años, Vicente y los 2.700 encontrarán en breve un entierro digno.
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