Rafael Fraguas
El Palacio Real de Madrid invita al visitante a la gozosa aventura de recorrer la exposición Corona y Arqueología que, a lo largo de 11 suntuosas salas, muestra hasta el 11 de julio, en horario continuo hasta la media tarde, 180 deslumbrantes vestigios de la Antigüedad. Esculturas, monedas, medallas, inscripciones y documentos explican con amenidad la transformación del mero acopio de coleccionistas anticuarios en una disciplina que, ya en el siglo XVIII, llegó a ser considerada ciencia matriz de la Cultura y de la Historia: la Arqueología.
Fue posible por el entusiasmo de una plétora de personalidades como el precursor Ambrosio de Morales, más los ilustrados Vincencio de Lastanosa, Francisco Pérez Bayer o el marqués de Valdeflores. Su ímpetu de saber halló en la Corona de España y en validos como Ensenada y Campoamor lúcida complicidad y potente estímulo, según refiere la exposición organizada por Patrimonio Nacional con apoyo científico de la Real Academia de la Historia y financiación de la Fundación Banco de Santander.
Cuatro monarcas, Felipe II, precursor, y Fernando VI, Carlos III y Carlos IV, como amantes e impulsores de la Arqueología, tramaron entre los siglos XVI y XVIII el rico bastidor documental, institucional y museístico sobre el cual España proyectaría al mundo su hegemonía en tan culta ciencia. La enriquecieron disciplinas como la numismática, la diplomática, la epigrafía o la medallística y expresiones como la arquitectura y la estatuaria. Sus saberes, sistematizados y codificados en España por impulso regio y de forma pionera en el mundo, cristalizaron en 1803 en una Real Cédula, primera legislación patrimonial de su género. Desde aquí irrigaría Europa e irradiaría América, de México a Perú.
Martín Almagro Gorbea, Anticuario Perpetuo de la Academia de la Historia, y Jorge Maier comisarían esta muestra, nutrida con fondos procedentes de Patrimonio Nacional y otros allegados por museos estatales como el Arqueológico Nacional, el de Sevilla y el de Córdoba, la Biblioteca Nacional o el Museo del Prado, al igual que entidades privadas como la Casa de Alba.
Los objetos mostrados, con sus respectivas escalas -desde una moneda, as, de bronce del siglo II antes de nuestra era, hasta el brocal romano de la colección de la reina Cristina de Suecia adquirida por Felipe V- permiten descubrir una misma impronta civilizatoria.
Significantes tan dispares como los misteriosos verracos betones, semejantes a los pétreos toros de Guisando, o la marmórea estatuaria romana de la andaluza Itálica, representada aquí por una grandiosa escultura del hispano emperador Trajano, se ven unidos por un mismo significado que define el proseguir incesante de la cultura universal. A ella contribuyó España grandemente en el prodigioso Siglo de las Luces. Su retorno al clasicismo bebió del esplendor del imperio de Roma. Precisamente en su estela buscaron los Reyes de España míticas raíces para su monarquía. Ya Felipe II mandó consignar en sus Relaciones topográficas monumentos y epigrafías de un primer repertorio patrimonial que cobraría plenitud dos siglos después, bajo Carlos III, mentor de los hallazgos de Pompeya y Herculano cuando gobernaba Nápoles. El ímpetu carolino se expandió a la arqueología islámica en la Granada nazarí -se muestran fabulosas vasijas más alzados palaciales de Juan de Villanueva-y hacia la América hispana. Impresiona al visitante una copia, tres metros de diámetro, del circular calendario azteca que atesoró en sus salas la Real Academia mexicana de San Carlos, primera institución arqueológica del Nuevo Mundo.
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