Ramón Loureiro
Las fortificaciones terrestres culminaron el sistema defensivo de la población y de la base naval
Sí, claro que es verdad: a veces tenemos del Ferrol del XVIII, de la ciudad surgida por expreso deseo del estado en una Galicia nunca demasiado ilustrada («A ilustración galega non tivo moito que ver coa francesa -suele decir Xosé Ramón Barreiro-; aquí a fe e a razón camiñaron de man»), una visión excesivamente idílica; una imagen no demasiado cercana a la realidad. Aquel fue un Ferrol de vocación marcadamente militar y al mismo tiempo penal, en el que los condenados trabajaban en el Arsenal en condiciones inhumanas y en el que a bordo de los grandes navíos fondeados en la ría la disciplina entraba de lleno en el ámbito de la crueldad, hasta el extremo de que la infantería formaba a bordo, lista para sofocar cualquier intento de rebelión, cuando se ordenaba un castigo corporal de cierta entidad. Era una ciudad llena de ángulos rectos, y por tanto de esquinas, en la que los ingenieros militares trazaron unas calles que asombran desde el aire, pero que a ras de tierra hacen poco menos que imposible resguardarse de la lluvia o del viento.
Todo ello es, desde luego, así. Pero también es cierto que aquel Ferrol del XVIII, cuyo legado aspira ahora a recibir, de la Unesco, la calificación de patrimonio mundial, fue una ciudad que admiró a la Europa de su tiempo, al haber surgido poco menos que de la nada, por expresa decisión de los Borbones, para albergar el más moderno de los arsenales de su tiempo. Un arsenal para el que se eligió, como emplazamiento, una ría que en el siglo de las Luces era, y en función de la potencia de fuego de la artillería de entonces, poco menos que inexpugnable.
Pronto se vio, mientras el arsenal se alzaba como un milagro en los terrenos ganados al mar y la propia ciudad crecía a su alrededor, que las defensas marítimas no podían quedar desguarnecidas por el lado de tierra. El astillero estaba defendido por el foso, pero la población no. Y así fue como comenzó a construirse una muralla que la barbarie del siglo pasado, en el que tantas veces se confundieron cemento y progreso, acabó con lo que no debería haberse destruido jamás. ¿Qué sería hoy un Ferrol que conservase su muralla terrestre...?
Una ciudad distinta, quién lo duda. Muy diferente. Razón de más esa -la evidencia de lo perdido- para tratar de preservar lo poco que todavía hay.
Más información en esta entrevista a Esperanza Piñeiro de San Miguel publicada en La Voz de Galicia
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